Hasta hace poco, el Castillo de Ibiza representaba un paraíso para los fotógrafos. Las vetustas paredes desconchadas, con decoloridas capas de pintura superpuestas en distintas tonalidades; el esqueleto de andamios carcomidos por el salitre, que sostenían la estructura de piedra como alfileres, y los interiores vacíos y ruinosos, asomados a puertas y ventanas como esperando una última tempestad que acabara por derribarlo todo, componían un territorio fantasma donde atrapar instantes mágicos de bastas texturas y ajadas formas arquitectónicas. Por un lado, sentías pena por el hecho de que un lugar con tanta historia, epicentro de la ciudad desde tiempos púnicos, se derrumbara piedra a piedra. Pero, por otro, su ruinosa presencia te resultaba familiar, como un elemento consustancial a toda visión de Dalt Vila. Hoy, el Castillo está siendo remodelado para su transformación en Parador de Turismo. Ya no se divisa una ruina, sino un edificio exultante, que corona la ciudad medieval con su presencia chillona, mientras las grúas danzan a su alrededor. Dicen que exhibe los colores originales del viejo Castillo. Sin embargo, las fotos que durante décadas hemos tomado de aquellos lienzos pétreos, demuestran que antaño sus muros se decoraban con mayor sutileza.