casetaluzHay una gran diferencia entre plantar un garabato en un monumento o salpicar de arte un edificio ruinoso. El autor de este singular graffiti, situado en una descuidada caseta de contadores de luz camino de Es Figueral, en el norte de Ibiza, lo tiene claro. Imagino que con una plantilla diseñada por él mismo, ha esbozado una payesa típica, pintando un muro con cal viva, ayudada por una gruesa brocha. Como se hacía antaño en todas las casas de campo… ¿Gamberrismo? No. Arte.

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Me gustan los días de playa largos. Esos que acaban con sabor a salitre en la boca y los ojos cansinos de tanto mantenerlos abiertos bajo el agua. Si esas jornadas, además, acaban con un atardecer frente a la orilla, acaban siendo perfectas. Esta foto, tomada ayer en Cala Vedella, representa uno de esos largos días de verano, con ocasos emocionantes y vivencias alegres en familia o con los amigos. En esta época, en Cala Vedella el sol se pone junto a un cabo, a la derecha del horizonte, y enciende de rojo el cielo, el mar y hasta los barcos, que se alinean en busca de refugio a la entrada a la cala.

Aunque vaya con prisas, cada vez que subo al Pla de Corona, en la costa noroeste de Ibiza, siento la tentación de bordear el llano, atravesar el pequeño bosque que hay a mitad de recorrido y caminar hasta alcanzar el acantilado de Sa Penya Esbarrada, tal y como se conoce en ibicenco. Hace medio siglo, los hippies que se movían por el norte de la isla bautizaron a este lugar como «las puertas del cielo», nombre que mantiene la pequeña taberna que hay a pocos metros del precipicio. Estos nombres contenporáneos, que transforman lugares como Sa Pedrera de Cala d’Hort en Atlantis, muy pocas veces aciertan. Sin embargo, en este caso, la vista espectacular del mar abierto, de los islotes de Ses Margalides y de los abruptos acantilados de Es Amunts resulta tan sublime que se aproximo a lo celestial.

La mayor parte de las personas que han pasado una etapa larga en Ibiza suelen coincidir en que la isla, de alguna forma, despide una magia extraña que les ha empujado a hacer cosas insólitas. Quienes han nacido aquí no suelen ser conscientes de este influjo, hasta que se marchan fuera y regresan al cabo de un tiempo. En Ibiza, los escritores encuentran otro ritmo a la hora de recolocar las palabras, los pintores cambian de estilo, los músicos componen melodías que rompen con su trayectoria y la gente en general se sienta en los acantilados y, de forma espontánea, sin saber muy bien por qué, siembre la costa abrupta de la isla con montones de piedras que forman pequeñas estructuras piramidales. Yo mismo me he encontrado haciéndolo sin darme cuenta. Es un fenómeno extraño cuyo origen nadie conoce y que, al menos que yo sepa, sólo se produce con semejante intensidad en las Pitiüses. Otro misterio más que añadir a una larga lista…

El pasado fin de semana tuve la oportunidad de pasear por los caminos de Corona, en la abrupta costa Noroeste de Ibiza, y admirar el espectáculo de la floración de los cientos de almendros que cubren el llano. Las variedades de flor blanca ya comienzan a estar en pleno apogeo y a las rosadas aún les faltan algunos días, pero ya es momento de ir a Santa Agnès y disfrutar de la belleza espectacular que nos regala la naturaleza. Y, si hay tiempo y ganas, acercarnos también a Can Cosmi a comer una tortilla de verduras o a Las Puertas del Cielo para disfrutar de un arroz de matanzas y contemplar las maravillosas vistas de Ses Margalides.

Las puestas de sol invernales son espectaculares en Ibiza. El movimiento agitado de las olas, la humedad que levantan, el viento frío que te corta la cara y te empuja a marcharte, el fuego intenso del cielo que te retiene, los reflejos en el agua… En Es Cap des Falcó, donde está tomada esta imagen, los atardeceres son incluso mejores que en verano, cuando el sol, debido a los extraños caprichos de la astronomía, se esconde tras el Cap Llentrisca y el espectáculo te abandona en el último momento, dejándote una sensación de vacío.

Hace unos días, en Ibiza, durante un atardecer espectacular en Platges de Comte, observé a una chica subir a la caseta de vigilancia de los socorristas que hay en mitad de esta playa. La muchacha apoyó su espalda en el barracón elevado y se pasó más de media hora contemplando cómo el sol, lentamente, se dejaba engullir por un mar agitado. Su estampa en forma de negra sombra frente al estallido de luz crepuscular me dejó cautivado y me hizo preguntarme en qué o quién estaría pensando mientras contemplaba este espectáculo de la naturaleza.

Antaño, cuando no existían máquinas para perforar el subsuelo ni bombas de agua que llenaran modernos aljibes, los pozos rurales de Ibiza eran, además de manantiales, fuente de vida; un lugar incluso más frecuentado que la plaza del pueblo. Las tertulias se sucedían, mientras unos vecinos esperaban a que otros llenaran, cubo a cubo, las jarras o las barricas que portaban en carros. Con ese agua, se regaban huertos y plantas cuando las cisternas que recogían agua de lluvia de eras y tejados se agotaban por la sequía. El ganado y los animales de tiro también eran conducidos a los abrevaderos de los pozos, para saciar su sed. Hoy, estos manantiales permanecen solitarios, únicamente alegrados por las flores de invierno, blancas y amarillas, que colonizan el campo y enredan entre las vides. Los pozos se yerguen como una metáfora de aquella Ibiza de antaño, en la que el tiempo corría más despacio. Cuando hace unos días tomé esta imagen del Pou des Rafals, en Sant Agustí, traté de escuchar en su interior y así capturar los murmullos del tiempo, pero sólo logré atisbar el leve eco de una suave brisa.

Cala Bassa, en la costa oeste de Ibiza, es con diferencia una de las playas más concurridas del verano pitiuso. Barcas turísticas, autocares y coches de alquiler traen todos los días a cientos e incluso miles de turistas, que disfrutan de un arenal precioso, de aguas turquesas, y de un atractivo bosque de sabinas aledaño, que proporciona una sombra excepcional a la hora de la siesta. Sin embargo, el auténtico esplendor de Cala Bassa se disfruta estos días soleados de invierno, cuando pasear por su orilla, en completa soledad, o caminar sobre las rocas irregulares de la orilla derecha, semejantes a un paisaje lunar, representa casi un sueño.

El color y el juego de contrastes entre estos dos edificios de Vila, situados junto a la Plaça del Parc y fotografiados desde lo alto de las murallas renacentistas, conforman una particular bandera urbana. Lejos de los skyline de las grandes ciudades, con sus rascacielos de cristal, esta visión de la metrópolis pitiusa refleja la alegría de sus edificios coloniales, con el desorden mediterráneo de sus azoteas, sembradas de antenas parabólicas, aparatos de aire acondicionado y ropa tendida, y la mezcolanza de edificios elegantes y antiguos con otros más anodinos y modernos.

Tengo debilidad por el Museu d’Art Contemporani d’Eivissa, incluso desde antes de que el edificio fuera ampliado y acabara convertido en un maravilloso ejemplo de fusión entre patrimonio histórico y arquitectura contemporánea. Recuerdo que sobre él escribió una crónica el escritor Juan Cruz titulada «El ‘Guggenheim’ de Ibiza», que se publicó el año pasado en El País. Cruz eligió este titular porque así se referían al nuevo museo algunas autoridades de la isla. Sin embargo, pienso que el soberbio diseño del arquitecto Víctor Beltrán, autor del proyecto ibicenco, es radicalmente opuesto al famosísimo museo de Bilbao. Mientras el Guggenheim  se percibe como una forma colosal en mitad de la ría, el Museu d’Art Contemporani se mimetiza con los volúmenes de Dalt Vila y pasa prácticamente desapercibido. Es sorprendente que el edificio, pese a haber duplicado su capacidad expositiva, haya crecido sin afectar lo más mínimo a la postal de Dalt Vila que ofrece el baluarte de Sant Joan. Esta imagen lo pone de manifiesto y demuestra que el MACE, precisamente, es el anti Guggenheim y esa, desde un punto de vista arquitectónico, es precisamente su mayor virtud.

Las formas caprichosas de las rocas de cabos y acantilados están sujetas a todo tipo de interpretaciones. En Ibiza abundan las vírgenes y los santos tallados por la naturaleza, así como múltiples animales y seres mitológicos. En la Punta de Sa Galera, entre Sant Antoni y Cala Salada, existe un cabo que invita al consenso. ¿Hay alguien que observe esta imagen y no vea un cocodrilo con el rostro medio sumergido en el agua, esperando inmóvil a que aparezca su próxima presa?

El paraíso en la otra esquina, una famosa novela de Mario Vargas Llosa, describe la búsqueda del edén emprendida por el pintor francés Paul Gauguin y finalmente hallada en Tahití. Cada vez que recorro el sendero que serpentea por los acantilados de Es Cubells y desemboca en Cala Llentrisca, me acuerdo del título de este libro. Ocurre justo en el instante en que el paisaje, súbitamente, se abre y revela la playa, con sus llaüts de madera amarrados a los pies del cabo, sus tupidas posidonias, que sobresalen del agua cubriendo la orilla izquierda con un manto oscuro, sus rústicas casetas varadero y sus aguas cristalinas, con intensas tonalidades verdes y turquesas.

Talla anónima realizada sobre piedra arenisca, en las antiguas canteras de Ses Salines (Foto: Xescu Prats)El tramo de costa que une la playa de Ses Salines con la torre de Ses Portes se encuentra salpicado de pequeños y enigmático recovecos, rodeados de rocas escalonadas y lisas, que forman coquetas y minúsculas playas. Forman parte de las canteras que, en el siglo XVI, alimentaron de piedra arenisca la colosal obra de las murallas de la capital. Cuando los piratas berberiscos asediaban las canteras de los islotes camino de Formentera, que producían monolitos pétreos más duros y resistentes, los obreros sólo podían aprovisionarse en la costa de Ses Salines. Ésta resulta mucho más maleable y en la fortaleza protagoniza sobre todo las esquinas de los baluartes, que requerían unos sillares de ángulos más difíciles. Hace algunos años, un artista anónimo aprovechó uno de los sillares inacabados de esta zona para tallar un conjunto de figuras, que a mí particularmente me recuerdan a los templos balineses. Su trabajo, hoy compone una de las postales más bellas que pueden capturarse en el litoral de Ibiza.

Ibiza es un gran negocio para mucha gente, comenzando por los propios ibicencos que, con toda lógica, tratan de sacar el máximo partido a sus negocios y propiedades. Sin embargo, no puedo evitar emocionarme cuando encuentro gente como Miquel Torres, propietario de Es Trull de Ca n’Andreu, una casa museo del siglo XVII ubicada en Sant Carles. Cuando Miquel, al que no conocía de nada, me contó que había restaurado esta preciosa casa payesa de su propiedad, la había llenado de carros antiguos, herramientas y enseres del mundo rural pitiuso que lleva años coleccionando, me quedé de piedra. Su tiempo libre lo invierte en conservar esta casa y mostrársela a los viajeros. Si hiciera una piscina junto a la era, levantara un chill out, construyese aseos de lujo, redecorase el interior y alquilase la vivienda de sus antepasados, obtendría unos pingües beneficios. Pero él prefiere conservarla como antaño, sin mover una piedra, y mostrársela a personas que de verdad quieren descubrir nuestra cultura. Este señor, desde luego, merece nuestro respeto y admiración. Es una de esas personas que aman Ibiza por encima de todas las cosas.

Cada vez que asciendo por los callejones de Sa Penya hasta situarme a los pies del baluarte de Santa Llúcia, acabo pensando lo mismo. Sería maravilloso ver este barrio rehabilitado, convertido en el rincón bohemio de la ciudad, con bares, tabernas, locales de miniconciertos, tertulias culturales, tiendas especiales y vida durante todo el año. Pero la situación de Sa Penya, el único barrio auténticamente peatonal de Eivissa, tiene difícil solución. Las drogas conviven con la marginalidad y múltiples familias sin recursos subsisten ocupando casas desvencijadas cuyos propietarios se han perdido en la memoria de los tiempos, tras continuas sucesiones y  herencias compartidas. Son tiempos de dificultades y las instituciones públicas no disponen de recursos para emprender proyectos ambiciosos, así que toca seguir esperando. Sin embargo, basta con asomarse al laberinto encalado que se divisa desde el baluarte para sentir que es una pena que Sa Penya no llegue a convertirse en la perla bohemia de Ibiza.

La costa de Ibiza está repleta de rincones idílicos. Uno de mis preferidos es Sa Figuera Borda, en el entorno de Platges de Comte. Se desciende a la cala desde lo alto de un cabo rocoso atravesado en su mitad por un inmenso boquete, donde se asientan bien protegidas unas pocas casetas varadero. El islote de S’Espartar, al fondo, remata la espectacular panorámica.

Hace algunos días, publicábamos una foto de los monolitos de piedra de Sa Punta des Llaüts, en el entorno de Pou des Lleó. En la misma punta donde se ubican las casetas varadero, existe un enclave aún más enigmático. Allí, la roca de la costa está rebajada a ambos lados de un canal, también tallado en la piedra, que además parece trazado con tiralíneas. Los vecinos de la zona, desde no se sabe cuánto, conocen este lugar como el «port fenici». Su teoría es que hace siglos, las barcas accedían al canal, atracaban y, gracias a la roca recortada a ambos lados, podían cargar y descargar mercancías con suma facilidad. Es posible que dicho puerto tenga relación con la industria de tinte púrpura que existía en los alrededores (Es Canal d’en Martí), producto valiosísimo que se elaboraba con caracoles de mar. Otro de los muchos misterios que esconde Ibiza.

Uno de los mayores placeres que ofrece Ibiza, especialmente con la luz de esta época del año, es pasear por la costa en busca de nuevos rincones. El de la imagen, aunque resulte rutinario para los pescadores de Sant Carles, es totalmente nuevo para mí. Lo descubrí la pasada primavera, mientras tomaba fotos por la zona de Es Pou des Lleó. A continuación de esta cala, hacia el norte, existe un pequeño cabo conocido como Sa Punta des Llaüts, que alberga unas pocas casetas varadero. Frente a ellas se alzan estos majestuosos monolitos, que conforman uno de los paisajes más bellos que nos aguardan en esa Ibiza aún desconocida.

La gente de la tienda de decoración Sluiz sabe cómo llamar la atención. Los conductores que desde hace unas semanas van y vienen de Santa Gertrudis no pueden evitar poner una cara de asombro cuando contemplan el rebaño estático de vacas lecheras que pace a sus anchas por los campos aledaños a esta tienda. Unas cuántas docenas de estos animales de plástico, de tamaño y aspecto real, se han convertido en el mejor reclamo de este comercio sorprendente, cuyo interior tampoco defrauda a nadie. Hay vacas de pie, tumbadas, con la cabeza gacha pastando hierba…

Siempre que atravieso la carretera de Ses Salines al atardecer, aunque ande con prisas, tengo para detenerme y capturar el reflejo del cielo anaranjado sobre los estanques. Es un instante perfecto; un momento en que la vista se satura de belleza y el tiempo se detiene. Entonces, me pregunto si de entre toda esa gente que a diario cruza la misma carretera, camino a alguna playa, alguien se para a pensar en la fuerza que emanan las salinas y en su interminable evolución. Y pienso en los lugares insólitos que inspiraron a Umberto Eco su extraña novela ‘El péndulo de Foucault’, esos enclaves donde se concentran unas enigmáticas fuerzas telúricas, y deduzco que es probable que ninguno de ellos alcanzara la potencia emocional de nuestros estanques salinos, erigidos por los fenicios y remodelados ininterrumpidamente por la historia.

Hasta hace poco, el Castillo de Ibiza representaba un paraíso para los fotógrafos. Las vetustas paredes desconchadas, con decoloridas capas de pintura superpuestas en distintas tonalidades; el esqueleto de andamios carcomidos por el salitre, que sostenían la estructura de piedra como alfileres, y los interiores vacíos y ruinosos, asomados a puertas y ventanas como esperando una última tempestad que acabara por derribarlo todo, componían un territorio fantasma donde atrapar instantes mágicos de bastas texturas y ajadas formas arquitectónicas. Por un lado, sentías pena por el hecho de que un lugar con tanta historia, epicentro de la ciudad desde tiempos púnicos, se derrumbara piedra a piedra. Pero, por otro, su ruinosa presencia te resultaba familiar, como un elemento consustancial a toda visión de Dalt Vila. Hoy, el Castillo está siendo remodelado para su transformación en Parador de Turismo. Ya no se divisa una ruina, sino un edificio exultante, que corona la ciudad medieval con su presencia chillona, mientras las grúas danzan a su alrededor. Dicen que exhibe los colores originales del viejo Castillo. Sin embargo, las fotos que durante décadas hemos tomado de aquellos lienzos pétreos, demuestran que antaño sus muros se decoraban con mayor sutileza.

Ibiza es una isla de rincones. Para hallar los mejores, hay que perderse por caminos y sortear acantilados. La isla los reserva para aquellas personas que se aventuran por senderos más allá del asfalto. Éste es  uno de mis enclaves favoritos, la Punta de la Torre de Ses Portes, entre Ses Salines y Es Cavallet, que además es el extremo más al sur de Ibiza. A los pies de la torre, se sitúa un coqueto conjunto de casetas varadero bañado por un mar de intenso color turquesa. De frente, recortando el horizonte, una mar de islotes: En Caragoler, Illes Negres, Illa des Penjats, S’Espalmador, S’Espardell y Formentera. Pero esas no aparecen en la foto. Para contemplarlas, disfrutar del paseo.

Cada vez que almuerzo en el restaurante Ses Eufabies y la tertulia se alarga al ritmo de algún que otro gin tónic, no puedo evitar colocar la copa de balón frente a la luz cegadora del atardecer y disparar la cámara. La imagen refleja intensamente las sensaciones de confort y calidez que disfruto en cada una de esas oportunidades. Una vez más, una imagen vale más que mil palabras.

Hace unos días, en Platges de Comte, observé a esta chica, echarse la siesta, completamente relajada, sobre las puntiagudas rocas de una esquina del arenal grande. La playa estaba abarrotada y la muchacha decidió aprovechar el hueco que nadie quería, parta disponer de un espacio más amplio. Hace pocos años, no más de cinco o seis, solía ir a Platges de Comte muchas tardes del verano con los niños. Había gente, pero nada comparado con las concentraciones de hoy en día. Desde luego, no hacía falta convertirse en faquir para disfrutar de un siti0 amplio junto a la orilla.

Hace unos días hablábamos de body painting. Siguiendo con el tema artístico, hoy os presento esta foto de un Citroën «dos caballos» tuneado a la ibicenca. Es decir, pintado a mano, con motivos llamativos y a menudo publicitarios. Desde hace algunos veranos, estos vehículos son legión y los mismo anuncian croissanterias, que masajes o fiestas de discotecas. Algunos, sin embargo, los pintan únicamente por el placer de conducir un coche auténtico y diferente. Éste, además, es descapotable y con cristales abatibles. Todo un lujo.

Ya llevamos algunos veranos viendo a turistas de Sant Antoni saliendo de fiesta con el cuerpo pintado, pero esta temporada se lleva la palma. Los negocios dedicados al tatuaje se cuentan por docenas en la isla y los que ofrecen body painting parecen seguir la misma estela. Las chicas de la imagen están haciendo cola en la parada de taxis de Sant Antoni. Muchas de ellas lucen el cuerpo pintado y muestran el mismo desparpajo que si fueran de carnaval. Todas las noches son legión. Veremos cuánto dura el fenómeno…

Namasté, en Las Dalias, es una de las fiestas con más solera del verano pitiuso. Todos los miércoles por la noche, riadas de turistas y locales llegan a los jardines de este famoso establecimiento de Sant Carles para sentirse hippies por una noche. Anoche, un magnetismo invisible lanzó a todo el público a la pista de baile. La gente danzaba con un extraño frenesí, al ritmo de la samba y la bossanova que un grupo tocaba en vivo. La sensación, para el mero observador, era muy extraña; como si todo el mundo hubiese estado tomando lecciones de samba para brillar con ritmo y sensualidad aquella noche… Tal vez fuera la influencia de la luna, enorme y casi redonda en el cielo.

Conozco al escultor Jaume Marí desde que era un niño y construía sus propios juguetes con maderas y otros objetos que encontraba. Pese a ser muy pequeño, su maña era asombrosa. A ninguno de los que le conocíamos bien se nos escapaba que Jaume estaba destinado a trabajar con sus manos. Con los años se ha convertido en un escultor fantástico, cuyas piezas, casi siempre inspiradas en la naturaleza, están compuestas por materia y antimateria. Sus animales se hallan incompletos, pero suficientemente esbozados con planchas de hierro para que puedas reconocerlos y admirar sus formas curiosas. En la imagen, Jaume aparece con un cangrejo, en el centro cultural Can Curt, de Sant Agustí, donde con motivo de las fiestas de la localidad exhibe sus últimas creaciones. Si visitáis la exposición, prestad atención al caballito de mar, situado al fondo de la sala.

Francisca y Antonio, de Can Benet de Cala de Bou, rozan los 90 años y ahí siguen, haciéndose confidencias en el balcón de Can Berri, en plenas fiestas de Sant Agustí. La pareja, toda una institución en este pueblo de Ibiza, acuden a los festejos con sus mejores galas y contemplan el espectáculo desde su privilegiada grada, mientras turistas y residentes no pueden evitar la tentación de fotografiarles desde abajo. Ya quedan pocas mujeres payesas que luzcan el vestuario tradicional y pocas lo hacen con un gesto tan alegre como la de Francisca. Tal vez contribuya a ello el buen humor de Antonio, su marido, que dedica una sonrisa a todo aquel que se le acerca. ¡Molts anys i bons y hasta el año que viene, pareja!

Estamos en la playa, relajados, reposando una paella y decidiendo qué hacer esta noche. De pronto, el iPhone se vuelve loco, las redes sociales inician una actividad febril y, por fin suena el teléfono. Es un amigo: «Se ha improvisado un concierto de blues en Can Jordi, un after beach, a partir de las siete de la tarde». Son las seis. Nos quitamos el salitre en la ducha de la playa, nos vestimos y rumbo a Can Jordi. Allí, en esa centenaria tienda de comestibles de Sant Josep, están los miembros de la banda Illinios Central, junto al extraordinario guitarrista Manolo Díaz, tocando blues del bueno, frente a medio centenar de personas que, mientras atardece, sienten que en Ibiza ocurren cosas que hacen que la vida sea maravillosa. Cuando veo los anuncios de cerveza Estrella Damm, esa campaña titulada «Mediterráneamente», pienso que les bastaría hacer una visita a Can Jordi para encontrar el toque auténtico que buscan, sin tener que realizar montajes de ningún tipo.

Antaño, los Pies Negros eran una tribu nómada que habitaba los Grandes Lagos de Estados Unidos y Canadá.  Eran conocidos con ese nombre por el color oscuro de sus mocasines, distinto al del resto de tribus de Norteamérica. En la Ibiza de hoy también tenemos pies negros, una legión de aspecto nórdico que anda descalza por la ciudad, con las sandalias en la mano y que, cuando se contempla a uno de sus miembros, emana la misma sensación de libertad que aquellos guerreros de rostro pintado, cabalgando sobre la verdes praderas.

Estas dos chicas, azafatas de vuelo, demuestran que no hace falta pelearse por una mesa en las terrazas de Ses Variades para disfrutar del crepúsculo. Ambas se apostaron en un rincón solitario de la costa de Platges de Comte, con una caja de cerveza bien fría, dispuestas a disfrutar del atardecer.

Pescados secándose al sol, frente a las casetas varadero de Es Portitxol, en la costa norte de Ibiza. A veces, en lugares inaccesibles como éste, hallamos postales insólitas que nos acercan a la Ibiza de hace medio siglo, cuando la pesca y la agricultura constituían la única forma de vida.

En es Racó d’en Xic, un pequeño recodo de costa junto a Platges de Comte, hay un conjunto de casetas varadero. En el muro lateral, frente a la puesta de sol, un artista anónimo del graffiti ha homenajeado a su chica soñada, la bella Inma, tal y como indica la dedicatoria que acompaña el dibujo.