Siempre que atravieso la carretera de Ses Salines al atardecer, aunque ande con prisas, tengo para detenerme y capturar el reflejo del cielo anaranjado sobre los estanques. Es un instante perfecto; un momento en que la vista se satura de belleza y el tiempo se detiene. Entonces, me pregunto si de entre toda esa gente que a diario cruza la misma carretera, camino a alguna playa, alguien se para a pensar en la fuerza que emanan las salinas y en su interminable evolución. Y pienso en los lugares insólitos que inspiraron a Umberto Eco su extraña novela ‘El péndulo de Foucault’, esos enclaves donde se concentran unas enigmáticas fuerzas telúricas, y deduzco que es probable que ninguno de ellos alcanzara la potencia emocional de nuestros estanques salinos, erigidos por los fenicios y remodelados ininterrumpidamente por la historia.