Antaño, cuando no existían máquinas para perforar el subsuelo ni bombas de agua que llenaran modernos aljibes, los pozos rurales de Ibiza eran, además de manantiales, fuente de vida; un lugar incluso más frecuentado que la plaza del pueblo. Las tertulias se sucedían, mientras unos vecinos esperaban a que otros llenaran, cubo a cubo, las jarras o las barricas que portaban en carros. Con ese agua, se regaban huertos y plantas cuando las cisternas que recogían agua de lluvia de eras y tejados se agotaban por la sequía. El ganado y los animales de tiro también eran conducidos a los abrevaderos de los pozos, para saciar su sed. Hoy, estos manantiales permanecen solitarios, únicamente alegrados por las flores de invierno, blancas y amarillas, que colonizan el campo y enredan entre las vides. Los pozos se yerguen como una metáfora de aquella Ibiza de antaño, en la que el tiempo corría más despacio. Cuando hace unos días tomé esta imagen del Pou des Rafals, en Sant Agustí, traté de escuchar en su interior y así capturar los murmullos del tiempo, pero sólo logré atisbar el leve eco de una suave brisa.